viernes, 20 de febrero de 2009

La batalla interna

El guerrero toma la vida cotidiana como campo de batalla contra si mismo. En cada situación ordinaria nos vemos atacados constantemente por yoes que se formaron a lo largo de nuestro guión de vida y que nos condicionan mecanicamente frente a esos actos. La batalla consiste en destruir esos yoes que nos tienen prisioneros. Cuando un guerrero se estudia sabe que en determinadas circunstancias va a actuar mecanicamente, por eso ya va preparado al campo de batalla sabiendo cómo responderá su máquina psicológica ante ese determinado estímulo. Por eso el guerrero vive conciente, neutraliza el yo de turno que quiere eliminar y da una respuesta diferente ante ese estímulo particular.

viernes, 20 de junio de 2008

Citas de UNA REALIDAD APARTE - Carlos Castaneda -

Un guerrero sabe que es sólo un hombre. Su único pesar es que su vida es tan corta que no le permite asir todas las cosas que quisiera. Pero, para él, eso no es un problema; es sólo una lástima.

Sentirse importante lo hace a uno pesado, torpe y banal. Para ser un guerrero se necesita ser liviano y fluido.

Cuando los seres humanos se ven como cam­pos de energía, parecen fibras de luz, como telara­ñas blancas, con hebras muy finas que circulan desde la cabeza hasta la punta de los pies. De ese modo, ante el ojo del vidente, un hombre aparece como un huevo de fibras que circulan. Y sus bra­zos y piernas son como cerdas luminosas que bro­tan en todas direcciones.

El vidente ve que cada hombre está en contac­to con todo lo que le rodea, pero no a través de sus manos, sino mediante un montón de largas fibras que brotan en todas direcciones desde el centro de su abdomen. Esas fibras unen al hombre con lo que le rodea; conservan su equilibrio; le dan esta­bilidad.

Cuando un guerrero aprende a ver, ve que un hombre, ya sea mendigo o rey, es un huevo luminoso, y no hay manera de cambiar nada; o mejor dicho, ¿qué podría cambiarse en ese huevo lumi­noso? ¿Qué?

Un guerrero nunca se preocupa de su miedo. En vez de eso, ¡piensa en las maravillas de ver el flujo de la energía! El resto son adornos, adornos sin importancia.

Sólo un chiflado emprendería por cuenta pro­pia la tarea de hacerse hombre de conocimiento. A un hombre cuerdo hay que engañarlo. Hay montones de gente que acometerían con gusto la tarea, pero ésos no cuentan. Casi siempre están rajados. Son como cántaros que por fuera se ven en buen estado, pero que comenzarían a gotear en el momento en que los sometieras a presión y los llenaras de agua.

Cuando un hombre no se preocupa por ver, las cosas le parecen más o menos lo mismo cada vez que mira el mundo. En cambio, cuando aprende a ver, ninguna cosa es igual cada vez que la ve, y sin embargo es la misma. Para el ojo de un vidente, un hombre es como un huevo. Cada vez que ve a un mismo hombre, ve un huevo lumino­so, pero no es el mismo huevo luminoso.

Los chamanes del México antiguo dieron el nombre de aliados a unas fuerzas inexplicables que actuaban sobre ellos. Los llamaron aliados porque pensaron que podrían servirse de ellos para su satisfacción, un concepto que resultó ser casi fatal para aquellos chamanes, porque lo que ellos llamaban aliados son seres sin esencia corpó­rea que existen en el universo. Los chamanes de hoy en día los llaman seres inorgánicos.
Preguntar cuál es la función de los aliados es como preguntar qué hacemos los hombres en el mundo. Aquí estamos: eso es todo. Y los aliados están aquí como nosotros; y puede que estuvieran antes que nosotros.

El modo más eficaz de vivir es vivir como un guerrero. Puede que un guerrero piense y se preocupe antes de tomar una decisión, pero una vez que la ha tomado, prosigue su camino libre de preo­cupaciones o pensamientos; todavía habrá un mi­llón de decisiones esperándolo. Ése es el camino del guerrero.

Un guerrero piensa en su muerte cuando las cosas pierden claridad. La idea de la muerte es lo único que templa nuestro espíritu.

La muerte está en todas partes. Acaso esté en los faros de un coche que alumbran tras de noso­tros desde lo alto de una colina distante. Pueden permanecer visibles por un rato y entonces desaparecer en la oscuridad como si se los hubiera tra­gado la tierra, para aparecer sobre otra colina y luego desaparecer de nuevo.
Ésas son las luces que lleva la muerte sobre su cabeza. La muerte se las pone por sombrero y se lanza al galope, ganándonos terreno, acercándose más y más. A veces apaga sus luces. Pero la muer­te nunca se detiene.

Un guerrero, primero debe saber que sus actos son inútiles y, a pesar de ello, proceder como si no lo supiera. Ése es el desatino controlado del cha­mán.

Los ojos del hombre pueden realizar dos fun­ciones: una es ver la energía en general, tal como fluye en el universo, y la otra es «mirar las cosas de este mundo». Ninguna de ellas es mejor que la otra; sin embargo, educar los ojos sólo para mirar es un lamentable e innecesario desperdicio.

Un guerrero vive de actuar, no de pensar en actuar ni de pensar qué pensará cuando haya actuado.

Un guerrero elige un camino con corazón, cualquier camino con corazón, y lo sigue, y luego se regocija y ríe. Sabe, porque ve, que su vida se acabará demasiado pronto. Sabe, porque ve, que nada es más importante que lo demás.

Un guerrero no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni patria; sólo tiene vida por vivir y, en tales circunstancias, su único vínculo con sus semejantes es su desatino controlado.

Puesto que ninguna cosa es más importante que otra, un guerrero elige cualquier acto y lo actúa como si le importara. Su desatino controla­do le lleva a decir que lo que él hace importa y le lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no es así; de modo que, cuando comple­ta sus actos, se retira en paz, sin preocuparse en absoluto de si sus actos fueron buenos o malos, si dieron resultado o no.

Un guerrero puede optar por permanecer totalmente impasible y no actuar jamás, y compor­tarse como si realmente le importara ser impasible. También eso sería genuinamente correcto, pues también ése sería su desatino controlado.

No hay vacío en la vida de un guerrero. Todo está lleno a rebosar. Todo está lleno a rebosar y todo es igual.

El hombre corriente se preocupa demasiado por querer a otros o por ser querido por los de­más. Un guerrero quiere; eso es todo. Quiere lo que se le antoja o a quien se le antoja, sin más, por­que sí.


Un guerrero acepta la responsabilidad de sus actos, hasta del más trivial de sus actos. El hombre corriente actúa según sus pensamientos y nunca asume la responsabilidad por lo que hace.

El hombre corriente es o un ganador o un per­dedor y, dependiendo de ello, se convierte en perseguidor o en víctima. Estas dos condiciones prevalecen mientras uno no ve. Ver disipa la ilusión de la victoria, la derrota o el sufrimiento.

Un guerrero sabe que espera y sabe lo que espera; y mientras espera no desea nada, y así cualquier casa que recibe, por pequeña que sea, es más de lo que puede tomar. Si necesita comer, encuentra el modo porque no tiene hambre; si algo lastima su cuerpo, encuentra el modo de pararlo porque no tiene dolor. Tener hambre o tener dolor signi­fica que el hombre no es un guerrero, y las fuerzas de su hambre y de su dolor lo destruirán.

Negarse a sí mismo es una entrega. Entregarse a la negación es, con mucho, la peor de las entregas; nos fuerza a creer que estamos haciendo algo valioso, cuando de hecho sólo estamos fijos den­tro de nosotros mismos.

El intento no es un pensamiento, ni un objeto, ni un deseo. El intento es lo que puede hacer triunfar a un hombre cuando sus pensamientos le dicen que está derrotado. Actúa aun a pesar de que el guerrero se haya entregado. El intento es lo que lo hace invulnerable. El intento es lo que envía a un chamán a través de una pared, a través del espacio, al infinito.

Cuando un hombre se embarca en el camino del guerrero, poco a poco se va dando cuenta de que la vida ordinaria ha quedado atrás para siem­pre. Los medios del mundo ordinario ya no le sir­ven de sostén y debe adoptar un nuevo modo de vida para sobrevivir.

Cada pizca de conocimiento que se convierte en poder tiene a la muerte como fuerza central. La muerte da el toque definitivo; todo lo que la muer­te toca, en verdad se vuelve poder.

Sólo la idea de la muerte da al hombre el desa­pego suficiente para ser capaz de no abandonarse a nada. Un hombre así sabe que su muerte lo está acechando y que no le dará tiempo para aferrarse a nada; así que prueba, sin ansias, todo de todo.

Somos hombres, y nuestro destino es aprender y ser arrojados a mundos nuevos e inconcebibles. Un guerrero que ve la energía sabe que no hay fin a los nuevos mundos que se abren a nuestra visión.

«La muerte es un remolino; la muerte es una nube brillante en el horizonte; la muerte soy yo hablándote; la muerte sois tú y tu cuaderno de notas; la muerte no es nada. ¡Nada! Está aquí, pero no está aquí en absoluto.»

El espíritu de un guerrero no está hecho a la entrega y a la queja, ni está hecho a ganar o per­der. El espíritu de un guerrero está hecho sólo a la lucha, y cada lucha es la última batalla del guerre­ro sobre la Tierra. Por eso el resultado le importa muy poco. En su última batalla sobre la tierra, el guerrero deja fluir su espíritu libre y claro. Y mientras se entrea a su batalla, sabiendo que su intento es impecable, un guerrero ríe y ríe.


Nos hablamos incesantemente a nosotros mis­mos acerca de nuestro mundo. De hecho, man­tenemos nuestro mundo con nuestro diálogo interno. Y cuando dejamos de hablarnos sobre nosotros mismos y nuestro mundo, el mundo es siempre como debería ser. Con nuestro diálogo interno lo renovamos, lo encendemos de vida, lo sostenemos. No sólo eso, sino que también esco­gemos nuestros caminos al hablarnos a nosotros mismos. De ahí que repitamos las mismas eleccio­nes una y otra vez hasta el día en que morimos, porque continuamos repitiendo el mismo diálogo interno una y otra vez hasta el preciso momento de la muerte. Un guerrero es consciente de ello y lucha por detener su diálogo interno.

El mundo es todo lo que hay aquí encerrado: la vida, la muerte, la gente y todo lo demás que nos rodea. El mundo es incomprensible. Jamás lo entenderemos; jamás desentrañaremos sus secre­tos. Por eso, debemos tratarlo como lo que es: un absoluto misterio.

Las cosas que la gente hace no pueden, bajo ninguna condición, ser más importantes que el mundo. De modo que un guerrero trata el mundo como un misterio interminable, y lo que la gente hace, como un desatino sin fin.

Citas de VIAJE A IXTLAN - Carlos Castaneda -

Casi nunca nos damos cuenta de que podemos suprimir cualquier cosa de nuestras vidas en cualquier momento y en un abrir y cerrar de ojos.

Uno no debería preocuparse de tomar fotos o de hacer grabaciones. Ésas son superficialidades propias de vidas ociosas. Uno debería preocupar­se del espíritu, que siempre es huidizo.

Un guerrero no necesita historia personal. Un día descubre que ya no le es necesaria, y la abandona.

La historia personal debe ser renovada cons­tantemente contando a los padres, parientes y amigos todo cuanto uno hace. Por otro lado, el guerrero que no tiene historia personal, no necesi­ta dar explicaciones; nadie se enoja ni se desilusio­na con sus actos. Y sobre todo, nadie le amarra con sus pensamientos y expectativas.

Cuando nada se da por cierto permanecemos alerta, permanentemente de puntillas. Es más emocionante no saber detrás de qué matorral sal­tará la liebre que comportarnos como si lo supiéramos todo.

Mientras un hombre siente que lo más impor­tante del mundo es él mismo, no puede apreciar verdaderamente el mundo que lo rodea. Es como un caballo con anteojeras: sólo se ve a sí mismo, ajeno a todo lo demás.

La muerte es nuestra eterna compañera. Se halla siempre a nuestra izquierda, a la distancia de un brazo tras de nosotros. La muerte es la única consejera sabia con la que cuenta un guerrero. Cada vez que el guerrero siente que todo anda mal y que está a punto de ser aniquilado, puede vol­verse a su muerte y preguntarle si ello es cierto. Su muerte le dirá que se equivoca, que en realidad nada importa salvo su toque. Su muerte le dirá: «Todavía no te he tocado.»

Cuando un guerrero decide hacer algo, debe ir hasta el final, aceptando la responsabilidad de lo que hace. Haga lo que haga, primero debe saber por qué lo hace, y luego seguir adelante con sus acciones, sin dudas ni remordimientos.

En un mundo donde la muerte es el cazador no hay tiempo para dudas ni lamentos. Sólo hay tiempo para decisiones. No importa cuáles sean las decisiones. Nada puede ser más serio o menos serio que lo demás. En un mundo donde la muer­te es el cazador no hay decisiones grandes o pequeñas. Sólo hay decisiones que un guerrero toma a la vista de su muerte inevitable.

Un guerrero debe aprender a ponerse al alcan­ce, o fuera del alcance, en el punto justo. Es inútil para un guerrero estar todo el día al alcance sin saberlo, como le es inútil esconderse cuando todo el mundo sabe que está escondido.

Para un guerrero, ser inaccesible significa tocar frugalmente el mundo que lo rodea. Y, sobre todo, evitar deliberadamente agotarse a sí mismo y a los demás. Un guerrero no utiliza ni exprime a la gente hasta dejarla reducida a nada, en especial a la gente que ama.

Cuando un hombre se preocupa, se aferra a cualquier cosa por desesperación; y una vez que se aferra, forzosamente se agota, o agota a la cosa o a la persona a la que está aferrado. Un guerrero cazador, en cambio, sabe que atraerá la caza a sus trampas una y otra vez, así que no se preocupa. Preocuparse es ponerse al alcance, al alcance sin saberlo.

Un guerrero cazador trata íntimamente con su mundo y, sin embargo, es inaccesible para ese mismo mundo. Lo toca ligeramente, permanece el tiempo preciso y luego se aleja velozmente, sin apenas dejar rastro.

Ser un guerrero cazador no es sólo cuestión de cazar animales. Un guerrero cazador no captura animales porque ponga trampas ni porque conoz­ca las rutinas de su presa, sino porque él mismo no tiene rutinas. Ésa es su ventaja. Él no es, de ningún modo, como los animales que persigue, fijos en rutinas pesadas y en caprichos previsibles. Él es libre, fluido, imprevisible.

Para el hombre corriente el mundo es extraño porque, cuando no se aburre de él, está enemista­do con él. Para un guerrero, el mundo es extraño porque es estupendo, pavoroso, misterioso, insondable. Un guerrero debe asumir la responsabi­lidad de estar aquí, en este mundo maravilloso, en este tiempo maravilloso.

Un guerrero debe aprender a hacer que cada acto cuente, pues va a estar aquí, en este mundo, tan sólo un tiempo breve; de hecho, demasiado breve para ser testigo de todas las maravillas que existen.

Los actos tienen poder. Especialmente cuando el guerrero que actúa sabe que esos actos son su última batalla. Hay una extraña felicidad ardiente en actuar con pleno conocimiento de que lo que uno está haciendo puede muy bien ser su último acto sobre la Tierra.

Un guerrero debe enfocar su atención en el vínculo que lo une con su muerte. Sin remordi­miento ni tristeza ni preocupación, debe poner su atención en el hecho de que no tiene tiempo y dejar que sus actos fluyan de acuerdo con ello. Ha de hacer de cada uno de sus actos su última bata­lla sobre la Tierra. Sólo en tales condiciones ten­drán sus actos el poder que les corresponde. De otro modo serán, mientras viva, los actos de un necio.

Un guerrero cazador sabe que su muerte lo aguarda, y que ese mismo acto que ahora está realizando puede muy bien ser su última batalla sobre la Tierra. Lo llama batalla porque es una lucha. La mayoría de la gente pasa de acto a acto sin luchar ni pensar. Un guerrero cazador, por el contrario, evalúa cada acto; y como tiene un cono­cimiento íntimo de su muerte, procede juiciosa­mente, como si cada acto fuera su última bata­lla. Sólo un necio dejaría de notar la ventaja que un guerrero cazador tiene sobre sus semejan­tes. Un guerrero cazador da a su última batalla el respeto que merece. Es natural que su último acto sobre la Tierra sea lo mejor de sí mismo. Así le place. Así le quita el filo a su temor.

Un guerrero es un cazador inmaculado que caza poder; no está borracho ni loco, ni tiene tiempo ni humor para fanfarronear, ni para men­tirse a sí mismo, ni para equivocarse en la jugada. La apuesta es demasiado alta. Lo que se juega es su vida pulcramente ordenada que tanto tiempo le llevó afinar y perfeccionar. No va a desperdi­ciar todo eso por un estúpido error de cálculo o por tomar una cosa por lo que no es.

Un hombre, cualquier hombre, merece cuanto les toca en suerte a los hombres: alegría, dolor, tristeza y lucha. No importa la naturaleza de sus actos, siempre y cuando actúe como guerrero.
Si su espíritu está deformado, simplemente debe arreglarlo, depurándolo y perfeccionándolo, porque no hay en la vida una tarea más digna de emprenderse. No arreglar el espíritu es buscar la muerte, y eso es igual que no buscar nada, porque la muerte va a alcanzarnos de todos modos. Buscar la perfección del espíritu del guerrero es la única tarea digna de nuestra transitoriedad y de nuestra condición humana.

Lo más difícil en este mundo es adoptar el ánimo del guerrero. De nada sirve estar triste, que­jarse y sentirse justificado de hacerlo creyendo que alguien nos está siempre haciendo algo. Nadie le está haciendo nada a nadie, y mucho menos a un guerrero.

Un guerrero es un cazador. Todo lo calcula. Eso es control. Una vez terminados sus cálculos, actúa. Se deja ir. Eso es abandono. Un guerrero no es una hoja a merced del viento. Nadie puede empujarle; nadie puede obligarle a hacer cosas en contra de sí mismo o de lo que juzga correcto. Un guerrero está preparado para sobrevivir, y sobre­vive del mejor modo posible.

Un guerrero no es más que un hombre, un hombre humilde. No puede cambiar los designios de su muerte. Pero su espíritu impecable, que ha reunido poder tras grandes penas, puede ciertamente detener su muerte por un momento, un momento lo bastante largo para permitirle regoci­jarse por última vez al evocar su poder. Podemos decir que ése es un gesto que la muerte tiene con quienes poseen un espíritu impecable.

No importa cómo lo hayan criado a uno. Lo que determina el modo en que uno hace cualquier cosa es el poder personal. Un hombre no es más que la suma de su poder personal, y esa suma determina cómo vive y cómo muere.

El poder personal es un sentimiento. Algo así como tener suerte. O podríamos llamarlo un talante, un ánimo. El poder personal es algo que se adquiere a través de toda una vida de lucha.

Un guerrero actúa como si supiera lo que hace, cuando en realidad no sabe nada.

Un guerrero no tiene remordimientos por nada de lo que ha hecho, porque aislar los propios actos llamándolos mezquinos, feos o malos es darse a uno mismo una importancia injustificada.
La clave está en lo que se enfatiza. O nos hace­mos desdichados o nos hacemos fuertes. Cuesta el mismo trabajo lo uno que lo otro.

Desde el momento en que nacemos, la gente nos dice que el mundo es esto y aquello, y de tal y cual manera; naturalmente, no tenemos otra opción más que aceptar que el mundo es de la forma en que la gente nos ha estado diciendo que es.

El arte del guerrero consiste en equilibrar el terror de ser un hombre con la maravilla de ser un hombre.

Citas de RELATOS DE PODER - Carlos Castaneda -

La confianza del guerrero no es la confianza del hombre corriente. El hombre corriente busca la certeza en los ojos del espectador y llama a eso confianza en si mismo. El guerrero busca la impe­cabilidad en sus propios ojos y llama a eso humil­dad. El hombre corriente está enganchado a sus semejantes, mientras que el guerrero sólo está enganchado al infinito.

Hay montones de cosas que un guerrero puede hacer en un determinado momento y que no habría podido hacer años antes. Esas cosas no cambiaron; lo que cambió fue su idea de sí mismo.

El único camino posible para un guerrero es actuar consistentemente y sin reservas. En un momento dado, sabe lo suficiente del camino del gue­rrero como para actuar en consecuencia, pero sus viejos hábitos y rutinas pueden interponerse en su camino.

Para que un guerrero tenga éxito en cualquier empresa, el éxito debe llegar suavemente; con mucho esfuerzo, pero sin tensión ni obsesiones.

Es el diálogo interno lo que ata a la gente al mundo cotidiano. El mundo es de tal y cual mane­ra sólo porque nos decimos nosotros mismos que es de tal y cual manera. El pasaje al mundo de los chamanes se abre cuando el guerrero ha aprendido a parar su diálogo interno.

Cambiar nuestra idea del mundo es la clave del chamanismo. Y parar el diálogo interno es la única forma de lograrlo.

Cuando un guerrero aprende a parar su diálo­go interno todo es posible; hasta los proyectos más descabellados se vuelven factibles.

Un guerrero acepta su suerte, sea cual sea, y la acepta con total humildad. Se acepta a sí mismo con humildad, tal como es; no como base para lamentarse, sino como un desafío vital.

La humildad del guerrero no es la humildad del mendigo. El guerrero no humilla la cabeza ante nadie y, al mismo tiempo, tampoco permite que nadie humille la cabeza ante él. El mendigo, en cambio, enseguida se arrodilla y se arrastra por los suelos ante cualquiera que considere más encumbrado, pero también exige que alguien aún más inferior haga lo mismo con él.

Descanso, refugio, miedo: todo ello no son más que palabras creadoras de estados de ánimo que hemos aprendido a aceptar sin tan siquiera cuestionarnos su valor.

Nuestros semejantes son magos negros. Y quienquiera que esté con ellos es también un mago negro sin más. Piensa un momento. ¿Puedes desviarte de la senda que tus semejantes han traza­do para ti? Mientras permaneces con ellos, tus acciones y pensamientos están fijados para siem­pre en sus términos. Eso es esclavitud. El guerre­ro, en cambio, está libre de todo eso. La libertad es cara, pero el precio no es imposible de pagar. Así que teme a tus captores, a tus amos. No desperdi­cies tu tiempo y tu poder en temer a la libertad.

Lo malo de las palabras es que nos hacen sen­tirnos iluminados; pero cuando nos damos la vuelta para enfrentarnos al mundo, siempre nos fallan y terminamos enfrentándonos al mundo como siempre: sin iluminación. Por esta razón, un guerrero busca actuar en vez de hablar, y para ello obtiene una nueva descripción del mundo, una descripción en la que hablar no es tan importante y en la que los actos nuevos conllevan reflexiones nuevas.

Un guerrero ya se considera muerto, así que no tiene nada que perder. Lo peor ya le ha pasado; por tanto, se siente tranquilo y sus pensamientos son claros. Nadie que lo juzgase por sus actos o por sus palabras podría jamás sospechar que lo ha presenciado todo.

El conocimiento es un asunto de lo más pecu­liar, especialmente para un guerrero. El conocimiento, para un guerrero, es algo que, súbitamen­te, llega, lo envuelve y luego sigue de largo.

El conocimiento llega a un guerrero flotando como motas de polvo de oro, el mismo polvo que cubre las alas de las polillas. Así pues, para un gue­rrero, el conocimiento es como darse una ducha o recibir una lluvia de motas de polvo de oro os­curo.

Siempre que el diálogo interno cesa, el mundo se desploma y afloran extraordinarias facetas nuestras, como si hubieran estado celosamente guardadas por nuestras palabras.

El mundo es insondable. Y también lo somos nosotros, así como todos los seres que existen en este mundo.

Los guerreros no ganan victorias golpeándose la cabeza contra los muros, sino rebasando los muros. Los guerreros saltan sobre los muros, no los derriban.

Un guerrero debe cultivar el sentimiento de que tiene cuanto necesita para ese viaje extrava­gante que es su vida. Lo que cuenta para un gue­rrero es estar vivo. La vida es suficiente y comple­ta en sí misma, y por sí misma se explica.
Por eso puede uno decir, sin presunción, que la experiencia de las experiencias es estar vivo.

El hombre corriente piensa que entregarse a las dudas y a las tribulaciones es señal de sensibilidad, de espiritualidad. Lo cierto es que el hom­bre corriente no puede hallarse más lejos de ser sensible. Su diminuta razón se convierte, delibera­damente, en el monstruo o en el santo que imagi­na ser, aunque en realidad es demasiado minúscu­la para un molde de monstruo o de santo de ese tamaño.

Ser un guerrero no es sólo cuestión de desear­lo. Es más bien una lucha interminable que segui­rá hasta el último instante de nuestras vidas. Nadie nace guerrero, como nadie nace hombre corriente. Somos nosotros quienes nos hacemos lo uno o lo otro.

Un guerrero muere difícilmente. Su muerte debe luchar para llevárselo. Un guerrero no se entrega a la muerte tan fácilmente.

Los seres humanos no son objetos; no tienen solidez. Son seres redondos, luminosos; no tienen lí­mites. El mundo de los objetos y de la solidez no es más que una descripción que fue creada para ayudarlos, para facilitar su paso por la Tierra.

Su razón hace que los seres humanos olviden que la descripción del mundo es tan sólo una des­cripción, y antes de que se den cuenta, han atrapa­do la totalidad de sí mismos en un círculo vicioso del cual raramente escapan durante su vida.

Los seres humanos son perceptores, pero el mundo que perciben es una ilusión: una ilusión creada por la descripción que les contaron desde el momento mismo en que nacieron.
Así pues, el mundo que su razón quiere soste­ner es, en esencia, un mundo creado por una descripción que tiene reglas dogmáticas e inviolables, reglas que su razón aprende a aceptar y a defender.

La ventaja oculta de los seres luminosos es que tienen algo que nunca se utiliza: el intento. La ma­niobra de los chamanes es la misma que la del hombre corriente. Ambos tienen una descripción del mundo. El hombre corriente la sostiene con su razón; el chamán, con su intento. Ambas descrip­ciones tienen sus reglas; pero la ventaja del cha­mán es que el intento abarca más que la razón.

Sólo como guerrero se puede soportar el cami­no del conocimiento. Un guerrero no puede que­jarse ni lamentar nada. Su vida es un desafío inter­minable, y no hay modo de que los desafíos puedan ser buenos o malos. Los desafíos son simplemente desafíos.

La diferencia básica entre un hombre corrien­te y un guerrero es que para un guerrero todo es como un desafío, mientras que para un hombre corriente todo es como una bendición o una maldición.

La carta ganadora del guerrero es que cree sin creer. Pero, obviamente, un guerrero no puede decir simplemente que cree y dejar las cosas ahí. Eso resultaría demasiado fácil. Sólo creer, sin más, le libraría de examinar su situación. Siempre que un guerrero se implica con alguna creencia, lo hace porque ésa es su elección. Un guerrero no cree; un guerrero tiene que creer.

La muerte es el ingrediente indispensable del tener que creer. Sin la conciencia de la muerte, todo es ordinario, trivial. Sólo porque la muerte lo acecha es por lo que un guerrero tiene que creer que el mundo es un misterio insondable. Tener que creer de este modo es la expresión de la más íntima predilección del guerrero.

El poder pone siempre al alcance del guerrero un centímetro cúbico de suerte. El arte del guerrero consiste en ser permanentemente fluido para poderlo atrapar.

El hombre corriente es consciente de todo sólo cuando piensa que debería serlo; la condición de un guerrero, en cambio, es ser consciente de todo en todo momento.

La totalidad de nosotros mismos es algo muy misterioso. Necesitamos solamente una porción muy pequeña de esa totalidad para llevar a cabo las tareas más complejas de la vida. Pero, al morir, morimos con la totalidad de nosotros mismos.

Una regla básica para el guerrero es que toma sus decisiones con tanto cuidado que nada de lo que pueda ocurrir como resultado es capaz de sor­prenderlo; mucho menos, de menguar su poder.

Cuando un guerrero toma la decisión de pasar a la acción, debería estar dispuesto a morir. Si está dispuesto a morir, no habrá tropiezos, ni sorpre­sas desagradables, ni actos innecesarios. Todo encajará suavemente en su sitio porque no espera nada.

Un guerrero, como maestro, debe enseñar ante todo la posibilidad de actuar sin creer y sin esperar recompensa; de actuar porque sí. Su éxito como maestro depende de lo bien y lo armoniosamente que guíe a sus pupilos en este aspecto específico.

El guerrero, como maestro, enseña tres técni­cas a su pupilo para ayudarle a borrar su historia personal: perder la propia importancia personal, asumir la responsabilidad de los propios actos y utilizar a la muerte como consejera. Sin el efecto benéfico de estas tres técnicas, el borrar la historia personal le hace a uno furtivo, evasivo e innecesa­riamente dudoso de sí mismo y de sus acciones.

No hay manera de librarse de la autocompa­sión de una vez por todas. Tiene un papel y un lugar definidos en nuestras vidas, una fachada definida y reconocible. Así, cada vez que se pre­senta la ocasión, la fachada de la autocompasión se activa. Tiene una historia. Pero si uno cambia la fachada, cambia su lugar de prominencia.
Las fachadas se cambian modificando los ele­mentos que las componen. La autocompasión resulta útil a quien se siente importante y merece­dor de mejores condiciones y de mejor trato, o bien a quien no quiere hacerse responsable de los actos que lo condujeron al estado que suscitó su auto­compasión.

Cambiar la fachada de la autocompasión signi­fica sólo que uno ha asignado un lugar secundario a un elemento que antes era importante. La auto­compasión continúa siendo un rasgo prominente, pero ahora ha pasado a un segundo plano; al igual que la idea de la propia muerte inminente, la idea de la humildad del guerrero o la idea de la respon­sabilidad por los propios actos estuvieron durante una época en un segundo plano para un guerrero, sin ser nunca utilizadas hasta el momento en que se convirtió en guerrero.

Un guerrero reconoce su dolor pero no se entrega a él. El guerrero que se adentra en lo desconocido no tiene el ánimo triste; por el contrario, está alegre porque se siente humilde ante su gran fortuna, porque confía en su espíritu impecable y, sobre todo, porque es plenamente consciente de su eficacia. La alegría de un guerrero le viene de ha­ber aceptado su destino y de haber evaluado en verdad lo que tiene delante.

Citas del SEGUNDO ANILLO DE PODER - Carlos Castaneda -

Cuando uno no tiene nada que perder, se vuel­ve valiente. Sólo somos tímidos mientras nos que­da algo a lo que aferrarnos.

Un guerrero no deja nada al azar. De hecho, influye en el resultado de los acontecimientos me­diante la fuerza de su conciencia y de su intento inflexible.

Si un guerrero quiere devolver el pago por todos los favores que ha recibido pero no tiene a nadie en particular a quien abonar su deuda, puede dirigir su pago al espíritu del hombre. Esa cuenta es siempre muy pequeña, y cualquier importe que se ingrese en ella es más que sufi­ciente.

Tras haber arreglado el mundo del modo más bello e iluminado, el académico regresa a casa, a las cinco en punto de la tarde, y olvida su bello arreglo.

La forma humana es un conglomerado de campos de energía que existe en el universo y que está exclusivamente relacionado con los seres humanos. Los chamanes lo llaman forma humana porque esos campos de energía han sido retorci­dos y deformados por toda una vida de hábitos y maltratos.

Un guerrero sabe que no puede cambiar y, sin embargo, se dedica a intentar cambiar, pese a todo. El guerrero jamás se decepciona cuando fra­casa en cambiar. Ésa es la única ventaja que tiene un guerrero sobre el hombre corriente.

Los guerreros deben ser impecables en su es­fuerzo por cambiar, con el fin de asustar a la forma humana y deshacerse de ella. Al cabo de años de impecabilidad, llegará un momento en que la forma humana no soportará más y se irá. Es decir, llega­rá un momento en que los campos de energía, retorcidos por toda una vida de hábitos, se ende­rezarán. Este enderezamiento de los campos de energía afecta profundamente al guerrero, que puede incluso morir; pero un guerrero impecable siempre sobrevive.

La única libertad que tienen los guerreros es la de comportarse impecablemente. Pero la impeca­bilidad no es sólo su única libertad, sino la única manera de enderezar la forma humana.

Todo hábito requiere de todas sus partes para funcionar. Si alguna de esas partes desaparece, el hábito se desarma.

La lucha está justo aquí, en esta Tierra. Somos criaturas humanas. ¿Quién sabe lo que nos aguarda o la clase de poder que podemos llegar a tener?

El mundo de la gente tiene subidas y bajadas, y la gente sube y baja con su mundo; los guerreros no tienen por qué seguir las subidas y bajadas de sus semejantes.

El núcleo de nuestro ser es el acto de percibir, y la magia de nuestro ser es el acto de ser conscientes. La percepción y la conciencia constituyen una misma e inseparable unidad funcional.

Se escoge sólo una vez. Elegimos ser guerreros o ser hombres corrientes. No existe una segunda oportunidad. No sobre esta Tierra.

El camino del guerrero ofrece al hombre una vida nueva, y esa vida tiene que ser completamen­te nueva. No puede uno llevar a esa nueva vida sus viejas y malas costumbres.

Los guerreros siempre toman el primer suceso de una serie como el bosquejo o el mapa de lo que a continuación va a desplegarse ante ellos.

A los seres humanos les encanta que les digan lo que deben hacer, pero aún les gusta más luchar y resistirse a hacer lo que se les dice; y de este modo se enredan en aborrecer a quien los ha aconsejado.

Todo el mundo dispone de suficiente poder personal para lograr algo. El truco del guerrero consiste en desviar su poder personal de su debi­lidad para emplearlo en su propósito de guerrero.

Todos podemos ver y, sin embargo, elegimos no recordar lo que vemos.

Citas de EL DON DEL AGUILA - Carlos Castaneda -

El arte de ensoñar es la capacidad de utilizar los sueños ordinarios y transformarlos en conciencia controlada, en virtud de una forma espe­cializada de atención denominada la atención de ensueño.

El arte de acechar es un conjunto de procedi­mientos y actitudes que permiten a un guerrero extraer lo mejor de cualquier situación conce­bible.

Lo recomendable para los guerreros es no tener cosas materiales en las que enfocar su poder, sino enfocarlo en el espíritu, en el verdadero vuelo a lo desconocido y no en trivialidades.
Todo el que quiera seguir el camino del gue­rrero ha de librarse de la compulsión de poseer cosas y de aferrarse a ellas.

Ver es un conocimiento corporal. La prepon­derancia del sentido visual en nosotros influye en este conocimiento corporal y hace que parezca estar relacionado con los ojos.

La pérdida de la forma humana es como una espiral. Le da a un guerrero la libertad de recor­darse a sí mismo como un conglomerado de cam­pos de energía enderezados, lo que a su vez le hace aún más libre.

Un guerrero sabe que espera y sabe lo que espera; y mientras espera, deleita sus ojos en la contemplación del mundo. El logro definitivo de un guerrero es disfrutar con la alegría del infinito.

El destino de un guerrero sigue un curso inal­terable. El desafío consiste en cuán lejos puede llegar y cuán impecable puede ser dentro de esos rígidos confines.

Cuando un guerrero deja de tener cualquier clase de expectativas, las acciones de la gente ya no le afectan. Una extraña paz se convierte en la fuer­za que rige su vida. Ha adoptado uno de los con­ceptos de la vida del guerrero: el desapego.

El desapego no aporta automáticamente sabi­duría; pero no obstante, supone una ventaja, pues permite al guerrero detenerse momentáneamente para reconsiderar las situaciones y volver a revisar las posibilidades. Para usar de manera consistente y correcta ese momento extra, un guerrero tiene, sin embargo, que luchar incansablemente durante toda su vida.

Ya me di al poder que a mi destino rige.
Y no me aferro ya a nada, para así no tener nada que defender.
No tengo pensamientos, para así poder ver.
No temo ya a nada, para así poder acordar­me de mí.
Desapegado y sereno, me lanzaré
más allá del Águila para ser libre.

A los guerreros les resulta mucho más fácil salir adelante en condiciones de máxima tensión que ser impecables en circunstancias normales.

Los seres humanos tienen dos lados. El lado derecho abarca todo lo que el intelecto es capaz de concebir. El lado izquierdo es un ámbito de carac­terísticas indescriptibles, un ámbito para el que no caben palabras. El lado izquierdo es comprendi­do ‑si es comprensión lo que tiene lugar‑ con la totalidad del cuerpo. De ahí que se resista a la con­ceptualización.

Todas las facultades, posibilidades y logros del chamanismo, desde los más simples hasta los más asombrosos, se encuentran en el propio cuerpo humano.

A1 poder que gobierna el destino de todos los seres vivientes se le llama el Águila, no porque sea un águila ni porque tenga nada que ver con las águilas, sino porque aparece ante los ojos del viden­te como un águila inconmensurable, negra como el azabache, erguida como se yerguen las águilas, cuya envergadura alcanza el infinito.

El Águila devora la conciencia de todas las criaturas que, vivas en la Tierra un momento antes, y ahora ya muertas, van flotando como un ince­sante enjambre de luciérnagas hacia el pico del Águila, al encuentro de su dueño, de la razón de haber tenido vida. El Águila desenreda esas minúsculas llamas, las tiende como un curtidor ex­tiende una piel y después las consume, pues la con­ciencia es el sustento del Águila.

El Águila, ese poder que gobierna los destinos de toda cosa viviente, refleja igualmente y a la vez todas esas cosas vivas. No hay lugar, por tanto, a que el hombre rece al Águila, le pida favores o espere misericordia. La parte humana del Águila es demasiado insignificante como para conmover a la totalidad.

A toda cosa viviente se le ha otorgado el poder, si así lo desea, de buscar una apertura hacia la libertad y de pasar por ella. Es obvio para el viden­te que ve esa apertura, y para las criaturas que pasan por ella, que el Águila ha otorgado ese don a fin de perpetuar la conciencia.

Cruzar hacia la libertad no significa alcanzar la vida eterna en el sentido usual de eternidad; esto es, vivir por siempre. Ocurre, más bien, que los guerreros pueden conservar su conciencia, que normalmente se abandona al momento de morir. En el momento de cruzar, el cuerpo en su totalidad se inflama de conocimiento. Al instante, cada célula se torna consciente de sí misma y, además, consciente de la totalidad del cuerpo.

El don de libertad que ofrece el Águila no es una dádiva, sino la oportunidad de tener una oportunidad.

Un guerrero no está nunca sitiado. Estar sitia­do implica que uno tiene posesiones personales que defender. Un guerrero no tiene nada en el mundo salvo su impecabilidad, y la impecabilidad no puede ser amenazada.

El primer principio del arte de acechar es que los guerreros eligen su campo de batalla. Un gue­rrero jamás entra en batalla sin conocer antes el entorno.

Eliminar todo lo innecesario es el segundo principio del arte de acechar. Un guerrero no complica las cosas. Busca la sencillez. Aplica toda su concentración para decidir si entra o no en batalla, porque en cada batalla se juega la vida. Éste es el tercer principio del arte de acechar. Un guerrero debe estar dispuesto y preparado para realizar su última parada aquí y ahora. Pero no sin orden ni concierto.

Un guerrero se relaja y se suelta; no teme a nada. Sólo entonces los poderes que guían a los seres humanos abren el camino al guerrero y le auxilian. Sólo entonces. Éste es el cuarto principio del arte de acechar.

Cuando se enfrentan a una fuerza superior con la que no pueden lidiar, los guerreros se retiran por un momento. Dejan que sus pensamientos corran libremente. Se ocupan de otras cosas. Cualquier cosa puede servir. Éste es el quinto principio del arte de acechar.

Los guerreros comprimen el tiempo; éste es el sexto principio del arte de acechar. Hasta un solo instante cuenta. En una batalla por tu vida, un segundo es una eternidad, una eternidad que puede decidir la victoria. Los guerreros persiguen el éxito; por tanto, comprimen el tiempo. Los gue­rreros no desperdician ni un instante.

Para aplicar el séptimo principio del arte de acechar uno tiene que aplicar los otros seis: un ace­chador no se coloca nunca al frente. Está siempre observando desde detrás de la escena.

Aplicar estos principios produce tres resulta­dos. El primero es que los acechadores aprenden a no tomarse nunca en serio: aprenden a reírse de si mismos. Si no tienen miedo de hacer el ridículo, pueden ridiculizar a cualquiera. El segundo es que los acechadores aprenden a tener una paciencia inagotable. Los acechadores nunca tienen prisa, nunca se inquietan. Y el tercero es que los acecha­dores aprenden a tener una inagotable capacidad de improvisación.

Los guerreros encaran el tiempo que llega. Normalmente encaramos el tiempo que se aleja de nosotros; sólo los guerreros pueden cambiar esta situación y encarar el tiempo a medida que avan­za hacia ellos.

Los guerreros tienen una sola cosa en mente: su libertad. Morir y ser devorado por el Águila no representa ningún desafío. En cambio, escabullir­se del Águila y ser libres es la mayor de las auda­cias.

Cuando los guerreros hablan de tiempo no se refieren a algo que se mide por los movimientos del reloj. El tiempo es la esencia de la atención; las emanaciones del Águila están compuestas de tiempo, y, propiamente hablando, cuando un gue­rrero entra en otros aspectos del ser, se está fami­liarizando con el tiempo.

Un guerrero ya no puede llorar, y su única expresión de angustia es un estremecimiento que le viene desde las profundidades mismas del uni­verso. Es como si una de las emanaciones del Águila estuviera hecha de pura angustia, y cuan­do golpea al guerrero, su estremecimiento es infinito.

Citas del EL FUEGO INTERIOR - Carlos Castaneda -

Uno no está completo sin tristeza ni añoranza, pues sin ellas no hay sobriedad, no hay gentileza. La sabiduría sin gentileza y el conocimiento sin so­briedad son inútiles.

El mayor enemigo del hombre es la importan­cia personal. Lo que lo debilita es sentirse ofendi­do por lo que hacen o dejan de hacer sus semejan­tes. La importancia personal requiere que uno pase la mayor parte de su vida ofendido por algo o alguien.

Para seguir el camino del conocimiento, uno tiene que ser muy imaginativo. En el camino del conocimiento nada es tan claro como nos gustaría que fuera.

Si los videntes son capaces de mantenerse fir­mes al enfrentarse con los pinches tiranos, pueden ciertamente encarar lo desconocido impunemen­te, y entonces incluso pueden soportar la presen­cia de lo que no se puede conocer.

Es natural pensar que un guerrero capaz de mantenerse firme ante el rostro de lo desconocido podrá, ciertamente, encarar impunemente a los pinches tiranos. Pero eso no es necesariamente así. Lo que destruyó a los magníficos guerreros de la antigüedad fue confiar en esa suposición. Nada puede templar mejor el espíritu de un guerrero que el desafío de tratar con personas imposibles que ocupan puestos de poder. Sólo en tales cir­cunstancias pueden los guerreros adquirir la sobriedad y la serenidad necesarias para soportar la presión de lo que no se puede conocer.

Lo desconocido es algo que está velado para el hombre, amparado quizá en un contexto aterrador; pero aun así está al alcance del hombre. En cierto momento, lo desconocido se convierte en conocido. Lo que no se puede conocer, en cam­bio, es lo indescriptible, lo impensable, lo incon­cebible. Es algo que jamás conoceremos y que sin embargo está ahí, deslumbrante y a la vez horro­roso en su vastedad.

Percibimos. Éste es un hecho firme. Pero no es un hecho de la misma clase que lo que percibimos, porque aprendemos qué percibir.

Los guerreros afirman que el hecho de creer que hay un mundo de objetos ahí fuera se debe únicamente a nuestra conciencia. Pero lo que hay realmente ahí fuera son las emanaciones del Águila, fluidas, siempre en movimiento y, sin embargo, inmutables, eternas.

La falla más profunda de los guerreros inma­duros es que tienden a olvidar la maravilla de lo que ven. Les abruma el hecho de ver y creen que lo que cuenta es su talento. Un guerrero maduro debe ser un dechado de disciplina con el fin de superar la casi invencible laxitud de nuestra condi­ción humana. Más importante aún que ver es lo que los guerreros hacen con lo que ven.

Una de las mayores fuerzas en las vidas de los guerreros es el miedo, porque los incita a aprender.

Lo cierto, para un vidente, es que todos los seres vivos luchan por morir. Lo que detiene a la muerte es la conciencia.

Lo desconocido está siempre presente, pero queda fuera de las posibilidades de nuestra con­ciencia ordinaria. Lo desconocido es la parte so­brante del hombre corriente. Y es sobrante por­que el hombre corriente no dispone de suficiente energía libre para asirla.

La mayor falla de los seres humanos es mante­nerse adheridos al inventario de la razón. La razón no trata al hombre como energía. La razón trata con instrumentos que crean energía, pero jamás se le ha ocurrido seriamente a la razón que somos mejores aún que los instrumentos: somos organismos que crean energía. Somos burbujas de energía.

Los guerreros que alcanzan deliberadamente la conciencia total son algo digno de contemplar. Ése es el momento en que arden desde adentro. El fuego interno los consume. Y en plena conciencia, se funden con el conjunto de las emanaciones del Águila y se deslizan a la eternidad.

Una vez que se logra el silencio interno, todo es posible. El modo de terminar con nuestro diálogo interno es utilizar exactamente el mismo método mediante el cual nos enseñaron a hablar con noso­tros mismos: fuimos enseñados compulsiva y sos­tenidamente, y así es como debemos detenerlo: compulsiva y sostenidamente.

La impecabilidad comienza con un solo acto, que tiene que ser premeditado, preciso y sosteni­do. Si este acto se repite durante el tiempo sufi­ciente, uno adquiere un sentido de intento inflexi­ble que puede aplicarse a cualquier cosa. Si esto se logra, el camino queda despejado. Así, una cosa lleva a la otra hasta que al fin el guerrero desarro­lla todo su potencial.

El misterio de la conciencia es la oscuridad. Los seres humanos están inundados de ese miste­rio, de cosas que son inexplicables. Considerarnos a nosotros mismos en cualesquiera otros términos es una locura. Así que un guerrero no degrada el misterio del hombre tratando de racionalizarlo.

Las comprensiones son de dos tipos. Unas no son más que arengas para darse ánimos; son gran­des arranques de emoción y nada más. Las otras son producto de un movimiento del punto de enca­je; no van unidas a arranques emocionales sino a la acción. Las comprensiones emocionales llegan años después, cuando los guerreros, con el uso, han consolidado la nueva posición de sus puntos de encaje.

Lo peor que podría ocurrirnos es tener que mo­rir, y puesto que ése es ya nuestro destino inalterable, somos libres; quienes lo han perdido todo no tienen ya nada que temer.

No es por codicia que los guerreros se aventu­ran en lo desconocido. La codicia sólo es eficaz en el mundo de los asuntos cotidianos. Para aventu­rarse en esa aterradora soledad de lo desconocido se necesita mucho más que codicia: se necesita amor. Hay que tener amor a la vida, a la intriga, al misterio. Hay que tener una curiosidad insaciable y una montaña de agallas.

Un guerrero sólo piensa en los misterios de la conciencia; el misterio es lo único que importa. Somos seres vivos; tenemos que morir y abando­nar nuestra conciencia. Pero si podemos cambiar tan siquiera un solo matiz de eso, ¿ qué misterios nos estarán aguardando? ¡Qué misterios!